No es la primera vez pero nunca termina uno de acostumbrarse a la repugnancia.
Un inspector de la Policía Nacional muere abrasado, chillando de dolor y los compañeros de los asesinos lo aplauden entre risotadas. Sabemos el nombre de la víctima de ETA, se llamaba Eduardo Puelles, y desconocemos, por ahora, el nombre de sus asesinos -más tarde o temprano serán descubiertos y detenidos por otros compañeros del policía asesinado-. No quiero ocultar el nombre de los etarras que vitorearon a los asesinos, se llaman Félix Ignacio Esparza, Jesús Ceberio, Jon Kepa Preciado y Jon González y lo hicieron cuando eran juzgados en Francia por terrorismo. Para algunos, esos vítores significarán un uso legítimo de la libertad de expresión. No, son la expresión más deleznable de la apología del terrorismo y me gustaría que fueran condenados por ello.
Afortunadamente, la inmensa mayoría del pueblo español hoy no tiene ninguna duda de la distinción entre el bien y el mal en materia de terrorismo. Sólo quedan unos pocos miles de personas que jalean o miran para otra parte cuando oyen los gritos de dolor de la víctima. Repudio la neutralidad cuando se trata de terrorismo y defiendo el rechazo frontal a los asesinos y su persecución infatigable hasta su detención. Pero no sólo de ellos, también de los satélites políticos que todavía los sostienen.
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